domingo, 14 de abril de 2013

La Muerte de la Conversación

Acabo de leer en internet que a la entrada de algunos restaurantes europeos les decomisan a los clientes sus teléfonos celulares.

Según la nota, se trata de una corriente de personas que busca recobrar el placer de comer, beber y conversar sin que los ring tones interrumpan, ni los comensales den vueltas como gatos entre las mesas mientras hablan a gritos.

La noticia me produjo envidia de la buena. Personalmente ya no recuerdo lo que es sostener una conversación de corrido, larga y profunda, bebiendo café o chocolate, sin que mi interlocutor me deje con la palabra en la boca, porque suena su celular.

En ocasiones es peor. Hace poco estaba en una reunión de trabajo que simplemente se disolvió porque tres de las cinco personas que estábamos en la mesa empezaron a atender sus llamadas urgentes por celular. Era un caos indescriptible de conversaciones al mismo tiempo.

Gracias al celular, la conversación se está convirtiendo en un esbozo telegráfico que no llega a ningún lado. El teléfono se ha convertido en un verdadero intruso. Cada vez es peor. Antes la gente solía buscar un rincón para hablar. Ahora se ha perdido el pudor. Todo el mundo grita por su móvil, desde el lugar mismo en que se encuentra.

No niego las virtudes de la comunicación por celular. La velocidad, el don de la ubicuidad que produce y, por supuesto, la integración que ha propiciado para muchos sectores antes al margen de la telefonía. Pero me preocupa que mientras más nos comunicamos en la distancia, menos nos hablamos cuando estamos cerca.

Me impresiona la dependencia que tenemos del teléfono. Preferimos perder la cédula profesional que el móvil, pues con frecuencia la tarjeta sim funciona más que nuestra propia memoria. El celular más que un instrumento, parece una extensión del cuerpo, y casi nadie puede resistir la sensación de abandono y soledad cuando pasan las horas y este no suena. Por eso quizá algunos nunca lo apagan. ¡Ni en cine! He visto a más de uno contestar en voz baja para decir: "Estoy en cine, ahora te llamo"..

Es algo que por más que intento, no puedo entender. También puedo percibir la sensación de desamparo que se produce en muchas personas cuando las azafatas dicen en el avión que está a punto de despegar que es hora de apagar los celulares.

También he sido testigo de la inquietud que se desata cuando suena uno de los timbres más populares y todos en acto reflejo nos llevamos la mano al bolsillo o la cartera, buscando el propio aparato.

Pero de todos, los Blackberry merecen capítulo aparte. Enajenados y autistas. Así he visto a muchos de mis colegas, absortos en el chat de este nuevo invento. La escena suele repetirse. El Blackberry en el escritorio. Un pitido que anuncia la llegada de un mensaje, y el personaje que tengo en frente se lanza sobre el teléfono. Casi nunca pueden abstenerse de contestar de inmediato. Lo veo teclear un rato, masajear la bolita, sonreír y luego mirarme y decir: "¿En qué íbamos?". Pero ya la conversación se ha ido al traste. No conozco a nadie que tenga Blackberry y no sea adicto a éste.

Alguien me decía que antes, en las mañanas al levantarse, su primer instinto era tomarse un buen café. Ahora su primer acto cotidiano es tomar su aparato y responder al instante todos sus mensajes.

Es la tiranía de lo instantáneo, de lo simultáneo, de lo disperso, de la sobredosis de información y de la conexión con un mundo virtual que terminará acabando con el otrora delicioso placer de conversar con el otro, frente a frente.

*** Anónimo ***

martes, 22 de enero de 2013

Crisis ambiental, civilizatoria y espiritual

La evolución tecnológica-científica de los últimos siglos, es decir, la de los últimos segundos, si hablamos en tiempos de la historia de la especie humana en el planeta, ha sido exponencial.


Hemos pasado en poco tiempo, de tener una vida relativamente sencilla, a parecer venidos de otro planeta.

Esto, de por sí, no debería haber sido algo necesariamente malo o perjudicial para nada, ni nadie. Sin embargo lo ha sido, y de qué manera. Hoy todas las especies se encuentran extintas o bajo amenaza de extinción, incluida la nuestra.

Todo lo que desarrollamos tecnológicamente, todos los descubrimientos de las ciencias, se han utilizado de tal manera que han provocado esta crisis civilizatoria en la que hoy estamos sumergidos hasta el cuello.

Es muy probable que, haber acompañado esa evolución de las ciencias, con una evolución espiritual similar, nos hubiera provisto del marco ético, moral y filosófico dentro del cual deberíamos habernos manejado, para no llegar a esta crisis ambiental y social que hoy se nos presenta como la gran amenaza que enfrenta la humanidad.

Posiblemente trabajar sobre nuestro conocimiento interior, tanto como lo hemos hecho con el exterior, nos hubiera dado las respuestas incluso antes de haber provocado la gran mayoría de los problemas que hoy enfrentamos y para los cuales no encontramos solución.

Un mayor desarrollo espiritual seguramente nos hubiera guiado de una forma más lúcida y hubiera marcado las pautas para un desarrollo social y tecnológico sustentables y hubiera evitado el uso destructivo que muchas veces le hemos dado a los descubrimientos y avances científicos.

Hoy nos encontramos en una situación crítica. Hemos armado una bomba de tiempo de una altísima complejidad, tan grande que podría causar la extinción de la mayoría de las especies que habitan la Tierra y, como si eso fuera poco, no hemos incorporado a esa bomba un sistema para desactivarla.

Científicos de todas las ramas buscan una solución que jamás encontrarán. Pero no por su falta de capacidad, sino porque la están buscando en el lugar equivocado.

La solución para la crisis civilizatoria y ambiental que estamos viviendo en la actualidad, no se encuentra en ninguna de las especialidades científicas, ni en todas ellas juntas. La solución, al igual que la causa de la crisis, es filosófica y espiritual.



Ricardo Natalichio, Director de EcoPortal.net